
Hace unos años realicé unas rutas de senderismo por un bosque que data de tiempos previos a la glaciación y que consiguió evitar el hielo y conservar su flora endémica.
Siendo yo una persona sin especial sensibilidad olfativa, me sorprendió sin embargo el olor de este bosque, que me evocaba épocas remotas donde el ser humano aún tenía que esconderse al anochecer, y mantener los ojos y nariz atentos por si algún depredador asomaba. Aunque realmente aquella imagen mental era un producto de una nostalgia fabricada, vinculada a una romantización de las comunidades primitivas, en supuesta comunión con la naturaleza.
En este trabajo se representan a través del dibujo fragmentos de una extraña escena arcádica habitada por plantas y animales, entre ellos seres de aspecto homínido. Esta imagen se haya cubierta en encáustica cruda, lo que aporta la pátina de la cera de abeja.
Un olor puede evocar recuerdos del pasado. Pero la memoria es caprichosa y confía con demasiada frecuencia en la reestructuración y reinvención de la información almacenada. ¿Hasta qué punto un aroma puede retener intacta esa memoria? ¿Está irremediablemente destinada a la idealización dictada por nuestro cerebro, de la misma forma que se mitifica nuestro pasado colectivo?