El cielo huele a trópico, la misma carne de cristo huele y sabe cómo la pulpa de la fruta, un tanto acida y dulce, tan exótica que es imperdonable no olerla con la adoración y el deseo más profundo. Huele a tierra, huele verde, huele a campo. Así debe oler Dios, como la fruta que se fermenta en sí misma y madura bajo su cascara de aroma embriagante. […]
Una analogía olfativa sobre lo que somos en América latina, una fruta envuelta en misticismo y religión. El encuentro de lo terrenal y sagrado como contexto para poder entender y establecer relaciones con el origen.